Escribo porque puedo. Porque las palabras nunca me son
suficientes; porque me quedo corta.
Escribo porque tal vez en papel – tal vez – mis pensamientos
tengan algún orden mis ideas tengan alguna lógica y yo pueda entender qué
quieren decir.
Pero no escribo para mí ni para otros. O mejor dicho, sí
escribo para mí pero no por placer. Lo hago para sobrevivir; lo hago porque no
se me ocurre otra manera en la que pueda calmar el millar de pensamientos que
se agloban todos a la vez en mi cabeza, dejándome atolondrada y sin sentido. No
sé qué son, no sé de dónde vienen y no sé por qué los tengo. Sé que no son yo
porque así yo ya lo decidí; pero entonces no son nada y el saberlo les
desespera y me atacan. Me atacan y sufro. Por eso escribo, tal vez en el papel
puedan quedarse ahí. Tal vez sean felices atacando esta blanca hoja. Por lo menos
uno de los dos podrá serlo (y no soy yo).
Y no escribo a la vez. Cuánto más me ganan las ganas de
escribir, más me gana el miedo. A veces – sólo a veces – creo que puedo ganarle
a esos pensamientos. Y a veces – más infrecuente aún – realmente les gano. Y
soy feliz, o me creo feliz por unos segundos, días o hasta meses. No siento
nada pero todo está bien, todo está tranquilo y todo es bueno. Estoy segura que
así se siente la vida normal. Hay problemas, pero uno crece con ellos y aprende
a sobrellevarlos; a ver la belleza detrás de todo y a saber que las desgracias
son pasajeras, que uno es más fuerte y que al final del día, todo estará bien.
No se siente mucho, pero se siente bien.
Y luego los pensamientos explotan del pequeño baúl dónde con
tanto esfuerzo les encerré y sobrepoblan mi cabeza. Ya no sé de qué son, ya no
sé por qué están y no sé qué significan. Sólo sé que son demasiado, llenan mi cabeza,
bajan por mi garganta – tengo que deglutir para poder respirar algo – y toman
posesión de mi pecho. Mi corazón vive en aceleración permanente (eso no es nada
bueno para mi ansiedad) y la opresión general que vive en mi pecho me deja
medio asfixiada permanentemente. Sólo medio, aún vivo y respiro pero a dudas
penas, poniendo demasiado de mi parte. Y no sé qué significan; sólo sé que
están ahí, me persiguen. Oigo sus murmullos pero no sé lo que quiere de mí.
Sólo sé que no me gusta. Que ahora siento todo y todo duele de nuevo. No tolero
nada y no sé otra vez quién soy. Esta no soy yo.
O tal vez sí soy; pero la yo que no entiendo, que se
complica y que se desespera. Esa yo que hace mucho tiempo decidí que no iba a
ser. Yo elegí mis virtudes, mis gustos, mis vicios. Quiero creer que uno debe
ser lo que quiere, y yo quiero ser esa persona en la que he trabajado tanto.
Trabajado infructuosamente debo decirlo, pero que igual es mi creación. No
puedo permitirme volver a ser otra vez yo, ya no podría soportarlo de nuevo. No
soy tan fuerte.
Y aquí estoy. Un pequeño descuido, bajar la guardia un
momento, permitirme sentir un poco más de lo permitido y todo se viene a bajo.
Los pensamientos escapan de la muralla, mi ansiedad se acrecienta y ahora debo
escribir y rogar que quiera quedarse aquí.
¿Y de qué voy a escribir? Ya no tengo la habilidad, yo
olvidé cómo formar una palabra y ya no tengo de qué. Las historias felices las
dejé de lado por imposibles. Las historias tristes las dejé de lado porque me
destrozaban. ¿Y las historias reales?
Esas no valen la pena narrarse; la vivimos a diario y no tienen sentido. No van
a ninguna parte, nadie gana, nadie pierde y son sólo una ruleta de cosas alrededor
nuestro sin ningún sentido aparente. No nos hacen mejores, no nos pervierten,
no van a cambiar nuestra vida. No sirven para mí.
Y otra vez estoy sintiendo demasiado – y a mi cuerpo le
encanta – pero mi cerebro se droga y se nubla. Soy un zombie hambrienta de
cerebros. Robo los pensamientos de otras personas sólo para alejar los míos. Me
alimento de sus ideas, de su brillantez, de todo lo que ellos pueden ser y yo
no. Y los pensamientos que calman tan sólo por un instante; pero a penas paro, multiplican
su encabritamiento conmigo, empiezan a gritarme de nuevo o me piden más. Debo
darles más, porque si no, sólo se me ocurriría morir con ellos. Y no pienso
morir por algo que no puedo entender.
Así que escribo. Porque tal vez – sólo tal vez – puedan
alimentarse de mi cerebro como del de otros. No va a ser la solución, pero se
alimentara bajo mis términos. Se tranquilizarán con lo que yo les doy y aprenderán
a nutrirse de mí. Nunca seré su ama, tal vez nunca me dejen en paz, pero dependerán
de mi para vivir y sólo así, podré encontrarles un lugar en mí sin que sean
todo lo que hay en mí.
Paré. Paré un segundo para acordarme de respirar y ahí están
de nuevo. Se distraen de lo que escribo pero me piden más; demandan más y me
atacan por no ser suficiente. ¿Alguna vez seré suficiente para algo? Si fuera
una persona positiva diría que sí. Si fuera una persona con experiencia, sabría
que sí. Pero no soy ninguna de ellas. ¿Quién soy yo para saber lo que puedo o
no ser?
No soy nadie; ni siquiera yo.